Todos los indicios de nuestro momento actual apuntan a que los modelos alimentario y energético dominantes se están encontrando con los límites del crecimiento. Tanto la ciencia como los movimientos sociales ya han denunciado las disfunciones estructurales que arrastramos desde hace décadas en el clima, el modelo energético y el sistema alimentario que nos han llevado a este momento. Sabemos, además, que a medio y largo plazo superar los problemas de fondo requiere un decidido y prolongado cambio de rumbo. Pero lo cierto es que, junto a estos cambios estructurales, debemos de plantear intervenciones a nivel de explotación, tanto para estabilizar el suministro de alimentos como para proteger los medios de vida de los/las agricultores/as, ganaderos/as, pastores/as, y pescadores/as.
La emergencia de los impactos negativos más obvios (cambio climático, escasez energética, contaminación ambiental, pérdida de biodiversidad, por citar algunos), ha forzado en los últimos años a las instituciones y gobiernos a considerar en su agenda política el reconocimiento del problema y a formular reformas, generalmente con un alcance limitado, muy por debajo de la altura de los retos enfrentados.
Por ejemplo, en el ámbito alimentario, el diseño de la nueva PAC para el periodo 2023-2027 incorporó algunas tímidas propuestas en línea con el Pacto Verde Europeo (PVE) y su Estrategia de la Granja a la Mesa para mejorar la sostenibilidad de la producción agraria.
Sin embargo, estamos asistiendo con estupefacción a que las medidas ambientales y de racionalización económica se presenten como una amenaza que hay que desactivar, bajo la excusa de la necesidad de aumentar la producción debido a la guerra de Ucrania. Estas medidas deberían ser consideradas como una contribución a las alternativas para la solución de los impactos y contradicciones irresolubles a los que los modelos agroindustriales dominantes nos conducen, como queda patente en la actual crisis.
En otra línea, el nuevo reglamento de la PAC retrasa la entrada en funcionamiento de la obligación de mejorar la fertilidad de los suelos de manera sostenible, mediante la rotación de cultivos y el mantenimiento de barbechos, por lo menos hasta 2024; la propuesta de Reglamento sobre el uso sostenible de plaguicidas para reducir el uso de pesticidas en un 50% es cuestionada por el propio ministro Luis Planas e incluso la Dirección General de Agricultura y Desarrollo Rural de la Comisión Europea reconoce que se ha abierto un debate sobre postergar los plazos de su aplicación. Asimismo, se anticipa que Bruselas pretende autorizar transgénicos con el fin de “aumentar la producción a corto plazo en reacción a la situación de la agresión rusa contra Ucrania y la consecuencias de esta agresión“ y, para ello, lanzó en marzo un consulta pública amañada donde el 74% de los convocados fueron empresas de biotecnología y lobbies interesados en la desregulación de la introducción de organismos modificados genéticamente.
Si de solidaridad se trata, Greenpeace señala que Europa dedica nada menos que 162,5 millones de toneladas de cereales para alimentación animal frente a las 26 millones de toneladas de trigo que produce Ucrania. Aunque por efectos de la guerra su producción/exportación se hubiera reducido, en el caso más desfavorable a la mitad, bastaría una reducción del 8% en la producción animal estabulada en la UE, para liberar la superficie equivalente en cultivos para cereales, destinándolos a consumo humano directo de quienes más los necesitan. La ONU refleja que del total de los fletes que desde Agosto hasta Noviembre 2022 han partido desde Ucrania, en el Mar Negro, cargados de grano, sólo el 3% han tenido como destino países con crisis alimentarias severas (Afganistán, Etiopia, Somalia, Kenia, Sudán y Yemen), mientras que a la UE han llegado el 48% de los barcos ( y de estos España e Italia el 50% a partes iguales), y a Turquía 32 %. En general, prima el transporte de semillas para pienso (76%) frente al trigo (16%). No parece, pues, que se prioricen las necesidades de los países golpeados por la escasez de alimentos.
A corto plazo, es factible superar la coyuntura redirigiendo al menos el 10 % de la producción europea de cereales aptos para consumo humano, y que ahora se destinan a piensos, para compensar las posibles caídas de disponibilidad y evitar que el encarecimiento de estos prive de la alimentación básica a las poblaciones más desfavorecidas. Dado que el porcentaje de las exportaciones mundiales de trigo de Ucrania (8,9%) y Rusia (14%) suman en conjunto un significativo 24% del total, sería lógico priorizar y facilitar su transporte hacia aquellas zonas que en la actual coyuntura dependan de las mismas, y derivarles donaciones de parte de nuestras importaciones, en caso necesario.
Además, las no pocas familias europeas que también padecen de pobreza, deben de ser ayudadas con mecanismos de apoyo a la renta o al consumo.
El informe “Una Europa agroecológica en 2050” publicado por el Instituto de Desarrollo Sostenible y Relaciones Internacionales, demostraba cómo la agroecología puede alimentar a una población europea en crecimiento con una dieta saludable y sostenible. Tras este informe, le siguió otro estudio que mantiene que la agricultura agroecológica también puede contribuir a mantener el calentamiento global por debajo de 2 °C con una reducción del 47% en las emisiones de GEI agrícola y la eliminación de 380.000 toneladas de pesticidas por año de la agricultura europea, junto con los beneficios para la biodiversidad, la conservación y la salud humana.
La necesaria transición a la agroecología no es aislada, sino que ha de complementarse con cambios en la dieta, incluyendo el consumo de productos ecológicos de proximidad, para reducir movimientos de materias primas y favorecer los productos saludables, frescos y de temporada, poniendo fin a los alimentos ultra-procesados, aumentando la proporción de alimentación con proteínas de origen vegetal, como las legumbres, y reduciendo las pérdidas y desperdicio alimentario.
Además, deben de fortalecerse las cadenas de producción y suministro de alimentos frente a las interrupciones de los eventos extremos que afectan a varias regiones, o a la misma región de manera secuencial, tal y como ha sucedido durante la pandemia de la COVID-19 y en la actualidad; así como reforzar la gobernanza de los sistemas alimentarios resilientes. La soberanía alimentaria de cada país o grupo de países próximos debe estar garantizada sin dependencia de importaciones originadas a miles de kilómetros.
Es necesario diseñar y aplicar políticas de alcance global que miren más allá de la encrucijada, y que respondan a las emergencias climática y de biodiversidad, así como a las crisis energética, alimentaria y social actuales. Estas políticas existen y son viables, sólo es cuestión de estar en disposición de dar el paso y ajustar nuestros sistemas productivos y modos de vida a los límites planetarios que la sostenibilidad nos indica.
Entidades firmantes:
Aina Calafat de la Sociedad Española de Agricultura Ecológica (SEAE);
Alberto Díaz de la Asociación Nacional por la Defensa de los Animales; Alberto Navarro del Foro de Redes y Entidades de Custodia del Territorio
María Turiño de la Fundación Entretantos; Vanessa Sánchez de la Fundación Global Nature
Ricardo Aliod de la Fundación Nueva Cultura del Agua (FNCA)
María Pía Sánchez de Ganaderas en Red;
Paola Hernández de Mensa Cívica;
Asociación Vida Sana y Montse Escutia de Asociación Vida Sana.
Todas ellas son entidades socias y amigas de la Coalición Por Otra PAC.
Este artículo fue publicado en EFE Verde.