Una cuestión que sorprende, y no de forma agradable, sobre la producción de alimentos es que su desarrollo actual se asienta sobre enormes flujos globales (y lineales) de materia y energía, muy lejos de esa economía circular a la que aspiramos y causando daños notables al medio ambiente. Si la economía circular plantea usar la energía procedente del sol para impulsar producciones en los que los materiales se reutilizan una y otra vez, desde luego la agricultura está fallando en este objetivo. Y eso, a pesar de ser una de las actividades que lo tiene más fácil, ya que utiliza el mismo tipo de ciclos y procesos de los que se sirven los ecosistemas naturales para aprovechar al máximo los nutrientes fundamentales. Para ello, la naturaleza encadena diversos procesos, desde la fotosíntesis a la descomposición, pasando por el pastoreo, la depredación o el consumo de carroña que transfieren materia de unos a otros de forma continua. Los operarios de estos procesos son distintas familias de organismos, más o menos especializados que, finalmente consiguen cerrar ciclos completos, reutilizando buena parte de la materia disponible, con rendimientos muy altos y una gran eficiencia energética. La sociedad ha ido aprendiendo de estos procesos y, algunos de los circuitos más eficaces de reutilización y reciclaje, por ejemplo, los envases metálicos o el vidrio, utilizan distintas opciones y alternativas que finalmente, acaban recirculando casi todo el material. El reto consiste en ir incorporando a este modelo económico aquellos productos que, por sus características, resultan especialmente difíciles de recircularizar, como los plásticos, especialmente los de un solo uso, los residuos y subproductos químicos o aquellos especialmente complejos, como los procedentes de aparatos electrónicos.
Tradicionalmente, en la economía agraria, los rebaños obtenían su alimento pastando tanto la vegetación espontánea como los barbechos y rastrojos y comiendo, además, otros subproductos agrícolas (paja, restos de poda, restos de cosecha, alimentos desechados, etc.). Además de carne y leche (y fuerza de trabajo), el ganado proporcionaba el estiércol y la materia orgánica base de la fertilización, que se redistribuía, en su totalidad, en los campos de cultivo o bien se aprovechaba mediante técnicas como el redileo o majadeo, donde el rebaño descansaba agrupado en determinadas parcelas, realizando un intenso aporte de materia orgánica. Así, el pastoreo prestaba a la agricultura un servicio fertilización (que se obtenía muchas veces a partir de los montes y pastos naturales) y, a cambio, recibía una fuente de alimentación continua aprovechando todos los subproductos y residuos. La integración entre ambas producciones resultaba vital para el conjunto del sistema agrario, que aprovechaba, con un elevado nivel de eficiencia, los recursos proporcionados por el territorio, incluyendo las propias plantas silvestres, que se aprovechaban, de esta manera en la economía local.
La industrialización del campo iniciada en la segunda mitad del SXX, que produjo un enorme incremento de las producciones, también debilitó el enlace con el territorio y rompió los ciclos de reutilización de los materiales asentando su producción en la adición masiva de fertilizantes industriales, productos fitosanitarios y combustibles fósiles. Quizá el más significativo de los ciclos que se rompieron con el cambio de modelo fue el de la fertilidad de los suelos, iniciando un progresivo deterioro responsable de procesos de pérdida de suelo y desertización que afectan a la mayor parte de la península ibérica. Mientras el manejo pastoril activa la dinámica de los microorganismos del suelo y estimula la fertilidad y la calidad del suelo, los actuales fertilizantes no cumplen esa función y promueven su degradación. Además, el abuso de herbicidas y otros fitosanitarios ha ido exclusivizando el uso del suelo para una única producción, favoreciendo su exposición, reduciendo la cubierta vegetal durante el resto del año, expulsando al ganado ante el riesgo constante de intoxicación y abandonando el barbecho o el majadeo. Finalmente, la utilización de subproductos vegetales (como la paja o la parte de la planta no procesada) se pierde, o se comercializan fuera del territorio.
En la misma línea, la intensificación condujo a un cambio radical de manejo ganadero, apoyado en piensos y concentrados. La producción de estiércoles se cambió por la de purines semilíquidos. Mientras los primeros son fácilmente fermentables y compostables, y producen abonos orgánicos de gran calidad, los segundos son mucho más contaminantes, difíciles de manejar y de menor calidad biológica. En su mayor parte, estos purines son dispersados sobre terrenos agrícolas, generando focos muy dañinos de contaminación por nitratos. Lo curioso es que el lavado de nutrientes procedentes de los abonos químicos y el de los purines convergen sobre los mismos terrenos, multiplicando sus efectos contaminantes, además de constituir una gran pérdida de recursos.
Reconducir esta situación, en realidad, no resultaría excesivamente complicado si se adoptaran las medidas adecuadas. La agroecología se sitúa a la vanguardia de esta transición, apostando por sistemas alimentarios territorializados capaces de producir alimentos de proximidad, ecológicos y sostenibles, con un aporte mucho menor de insumos externos. El problema es que la visión más práctica de la agroecología se ha centrado, sobre todo, en la producción vegetal y hortícola mientras que las producciones ganaderas han ido encontrando algunas dificultades para introducirse en sus circuitos (debido, por ejemplo, a la creciente sensibilidad social ante el sufrimiento y el bienestar animal, a la influencia de las corrientes antiespecistas y veganas o a la progresiva desconexión emocional de los consumidores). No obstante, necesitamos cerrar los ciclos materiales agrarios y la única vía para hacerlo es movilizar una producción animal sostenible y territorial. El pastoreo, además juega un papel básico en la sostenibilidad territorial, al aprovechar los recursos de aquellos territorios que no son cultivables (áreas de montaña, terrenos marginales, zonas áridas), producir alimentos a partir de materias que son indigeribles para nosotros y proporcionar servicios clave para la gestión de la vegetación y la biodiversidad. Sin contar con que las producciones agroecológicas de alimentos vegetales necesitan la contribución animal para potenciar la fertilidad de sus suelos, clave de su productividad. Las producciones ecológicas pueden generar rendimientos equiparables, incluso superiores a las convencionales, pero los fertilizantes orgánicos de alta calidad que necesitan son imposibles de conseguir sin el concurso de los rumiantes. Y aunque puede haber sistemas diferentes de producción de abonos orgánicos, como el compostaje de residuos o lodos de depuración, en ningún caso son sistemas alternativos, sino complementarios a los estiércoles procedentes del pastoreo, ya que sus características físicas, químicas y biológicas los hacen insustituibles.
Las políticas agrarias y económicas deben abordar de forma prioritaria la integración de las producciones agrícolas, ganaderas y forestales, apostando por modelos territorializados y complementarios de producción de alimentos. En la práctica, hay un amplio margen de acción, partiendo de un primer paso que debe ser apoyar a los productores y productoras implicados desde la propia PAC. Un cambio de rumbo en el primer pilar permitiría apoyar las prácticas sobre el terreno que promueven la conservación de su fertilidad a través de la integración (el pastoreo de barbechos, rastrojos, frutales, viñedos, olivares y otros cultivos leñosos, el majadeo o la movilidad del ganado). En el segundo pilar, poniendo en marcha esquemas que apoyen los mecanismos de integración ya existentes, por ejemplo, rotaciones, sistemas mixtos agroganaderos (como los sistemas ovino-cereal, la permacultura o la agricultura regenerativa) o agrosilvopastorales (como las dehesas). También se pueden adoptar medidas comerciales que favorezcan intercambios circulares, como el comercio de residuos y subproductos de cosechas ecológicas para alimentar los rebaños o, en el otro sentido, el de abonos orgánicos de origen pastoralista. Una cuestión muy importante de cara a la comercialización de este tipo de productos es su diferenciación legal, separando tanto los productos vegetales como la carne y los lácteos que se producen bajo estos criterios de extensividad y economía circular. En esta misma línea, sería importante buscar la acreditación en ecológico de más ganaderos y ganaderas para estimular los flujos de fertilizantes y favorecer su distribución. Otro bloque de medidas pasa por reducir la presencia de tóxicos que interfieren con estos circuitos, por ejemplo, eliminando o limitando el uso de herbicidas en terrenos no cultivados o en reposo y potenciando su sustitución por medidas alternativas de rotación y pastoreo. Y finalmente, resulta imprescindible aumentar la sensibilidad, la cultura y la educación de los consumidores y consumidoras y del resto de la sociedad, para que conozcan, distingan y elijan estos productos en función de sus beneficios colectivos, mientras se asegura la veracidad, trazabilidad y confianza de estas informaciones.
Este tipo de medidas que, desde la coalición #PorOtraPAC y otras iniciativas, tratamos de actualizar, apoyar e incorporar a las políticas públicas, tienen otros beneficios importantes. La circularización de la economía local y su apoyo en los recursos territoriales contribuye a territorializar, también, los flujos económicos, fomentando que parte del valor añadido se reinvierta en las mismas zonas en las que se produce, estimulando las economías locales, que actualmente se encuentran en una situación muy frágil. Este tipo de sistemas mixtos de horticultura ecológica combinada con ganadería extensiva constituyen un avance conceptual clave para la sostenibilidad de la producción de alimentos y del conjunto del medio rural. Tenemos el conocimiento y los recursos para ponerlos en funcionamiento, tenemos los equipos de investigación y la capacidad técnica para actualizarlos y modernizarlos, incluso superando a los sistemas convencionales. Es hora de trabajar en el marco político y en la cultura y el compromiso de la sociedad para lograr una producción alimentaria realmente sostenible.