Nos encontramos en una situación inédita para la actual generación. La crisis sanitaria nos ha obligado a permanecer en casa durante meses y salir sólo para lo estrictamente necesario entre lo que se incluye ir a comprar comida. El sector alimentario es una actividad esencial y algunos consumidores han descubierto que cerca de casa había una tienda donde podían comprar todo lo que necesitan sin necesidad de desplazarse en coche. No sabemos si esta crisis ha servido de algo, si va a favorecer o no un cambio de modelo, pero estamos viendo como cada vez más se habla de la necesidad de promocionar el consumo de proximidad. Algunos productores han aprovechado la situación para organizarse y llevar sus productos directamente a casa de los consumidores. Las imágenes en las redes sociales de productores de leche tirándola directamente al desagüe remueven consciencias. Y el boca a boca (por no decir el whatsapp a whatsapp) ha servido para que algunos consumidores se hayan decidido a ayudar a los productores y colaborar comprando sus productos a través de numerosas iniciativas a lo largo del territorio. Faltará ver hasta cuándo va a durar y si la nueva normalidad nos va a conducir de nuevo a las grandes cadenas de distribución.
El 24 de abril centenares de entidades del país se unieron en una acción conjunta pidiendo comenzar de nuevo y construir un futuro común desde la justicia climática y social. De nada va a servir superar esta crisis sanitaria si no la analizamos dentro de una crisis mayor en la que se engloba: la crisis climática. ¿Qué pasaría si una crisis peor que la actual obligase a cerrar fronteras también para los alimentos que nos llegan cada día desde la otra punta del mundo? ¿Estaríamos preparados para alimentar a la población con las producciones más cercanas?
En este mundo globalizado las zonas rurales se han abandonado. La mano de obra se ha desplazado de campo a la ciudad, a la industria y los servicios. Se ha favorecido que los índices de ocupación agraria disminuyesen hasta el 4% de la población activa (encuesta EPA 2019) cuando en 1976 era del 21%. El abandono del campo ha tenido muchos efectos colaterales tanto ambientales como sociales y económicos. La agricultura ha pasado a ser agroindustria y a competir según las leyes del capitalismo. Como sociedad vamos a tener que replantearnos si es el modelo ideal teniendo en cuenta que de ella depende lo que comemos cada día.
La crisis sanitaria nos ha demostrado que el consumidor tiene una gran fuerza para decantar el modelo agrario apoyando uno u otro con su compra. Pero las personas consumidoras no podemos ser las únicas que tiremos del carro. Los responsables políticos han de tener visión de futuro y propiciar modelos que respondan a las demandas de la sociedad y den respuesta a la actual crisis.
La Política Agrícola Común (PAC) ha dado forma y propiciado el modelo agrario imperante en Europa. Un modelo que quizás fue válido en el pasado pero que ahora ya no nos sirve. Está claro que la producción de alimentos no debe acelerar la crisis climática, aumentar la contaminación y potenciar la destrucción de la biodiversidad. Hemos de tener en cuenta que la alimentación es la responsable de entre un tercio y la mitad de las emisiones de gases con efecto invernadero, si consideramos todos los factores involucrados en los procesos productivos (producción agrícola y ganadera, deforestación, transporte y conservación de alimentos, procesado y embalaje de los mismos y todos los desperdicios que se generan)[1].
La nueva reforma de la PAC no ha de ser una nueva oportunidad perdida porque ya llevamos unas cuantas y el tiempo se agota. Las demandas de la Coalición PorOtraPAC, que agrupa a diversas entidades relacionadas con la agroecología, la protección del territorio y el medio ambiente y el consumo responsable, son un claro referente de aquello que debería ser la nueva PAC: una herramienta política para llevar a cabo una transición agroecológica que asegure sistemas alimentarios sostenibles, justos, responsables y sanos.
La PAC ha de ser también una herramienta de incidencia en el modelo de dieta que se ha fomentar entre la población, lo que llamaríamos una dieta sostenible y que, según el Atlas de la PAC, podríamos definir como “aquella con una baja huella ecológica, que contribuya a la seguridad alimentaria y nutricional y a una vida saludable para todas las generaciones”. Las nuevas recomendaciones están evolucionando hacia dietas con más verduras, frutas, cereales integrales y legumbres. Y promueven una disminución en el consumo de azúcares, proteínas animales y alimentos procesados. Se está sustituyendo la pirámide alimentaria por el plato de Harvard. Pero para que la dieta además de sana tenga una baja huella ecológica se ha de potenciar que los alimentos sean de producción ecológica, de proximidad y de temporada. Además de otros aspectos también importantes como la reducción de los envases y del desperdicio alimentario.
Una de las conclusiones a las que ha llegado la Iniciativa Europa por el Clima EUKI es que un cambio a una dieta sostenible supondría reducir en un 25% los GEI. No es un valor despreciable al que habría que sumar otros muchos efectos positivos como beneficios sociales y económicos, mayor bienestar de la población y ahorro en el gasto en sanidad pública.
Ha llegado el momento de remar decididamente hacia un cambio dieta que favorezca la producción agraria sostenible y mejore la salud de las personas. Es una responsabilidad conjunta de la sociedad: políticos, consumidores, nutricionistas y todas las personas implicadas en la cadena productiva y en la salud de las personas. La estrategia “De la granja a la mesa” propuesta por la Comisión Europea es un primer paso, insuficiente para algunos pero impensable no hace mucho, la nueva PAC ha de ser valiente para remar en esta dirección y los consumidores debemos exigirlo y apoyarlo con nuestras decisiones de compra porque el estado de emergencia climática sigue vigente.
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[1] Muller, A.; Bautze, L.; Gall, E. (2017). Agricultura ecológica y mitigación del cambio climático. Revista AE nº 29, 12-15